Desde tiempos antiguos el hombre ha
practicado el comercio para satisfacer diversas necesidades. Con el paso de los
siglos, las formas de comercio han ido evolucionando y se han adecuado a los
tiempos actuales. En nuestros días una forma muy común de realizar actos de comercio
es mediante los títulos de crédito ó títulos valor, los cuales son documentos
en los que se consigna un derecho literal y autónomo a favor de su tenedor. Por
lo anterior es necesario comprender la naturaleza, definición y alcances
jurídicos de los títulos de crédito; ya que cuando existe una controversia
entre particulares por el incumplimiento en el pago de un título de crédito,
nuestro sistema jurídico contempla un procedimiento para la solución de dicha
controversia. Este mecanismo es el juicio ejecutivo mercantil, el cual se puede
definir como un procedimiento especial cuyo objetivo es obtener, por una vía de
apremio, el cumplimiento de una obligación convenida.
Naturaleza
jurídica de los títulos de crédito.
Entendiendo la definición de los títulos
de crédito en términos de referirse éstos a documentos constitutivos del
derecho en ellos mismos consignado, por lo cual cumplen una función
eminentemente constitutiva y no solamente probatoria. Debido a esto es que se
ha considerado que el término o expresión “títulos de crédito”, resulta
insuficiente para poder abarcar toda la amplia gama de dichos documentos, toda
vez que un gran número de ellos no consignan un crédito propiamente dicho, sino
que por ejemplo, algunos de ellos establecen el derecho a retirar una mercancía
transportada o a disponer de la misma para pignorarla o enajenarla. Por esta
razón, diversos tratadistas han propuesto también diversas denominaciones a los
títulos de crédito atendiendo a la naturaleza jurídica de cada uno de ellos,
tales como título valor, que es una expresión derivada de la expresión alemana
wertpapier, o la de títulos circulatorios, utilizada por algunos tratadistas
argentinos bajo el convencimiento de que el aspecto más importante de estos documentos,
lo es precisamente, el que estés destinados o llamados a circular. También se
les ha designado con la expresión de valores literales, misma expresión que es
recogida por la Ley General de Sociedades Mercantiles al establecer en su
artículo 111 que : “las acciones en que se divide el capital social de una
sociedad anónima... se regirán por las disposiciones relativas a valores
literales, en lo que sea compatible con su naturaleza...”.
Concepción
doctrinal de los títulos de crédito.
Existen diversos puntos de vista y
criterios doctrinales referidos a la conceptualización
de los títulos de crédito y es atendiendo a las características que se establezcan
en tal o cual doctrina o sistema jurídico, en el sentido en que los títulos de
crédito pueden ser definidos o bien atendiendo a las funciones del los títulos
de crédito, la naturaleza jurídica de su creación y de su transmisión o el
formalismo a que se sujetan, entre otros. No obstante lo anterior, cabe hacer
mención de que atendiendo a la naturaleza de los títulos de crédito la mayoría
de las concepciones doctrinales de los mismos, están referidas en todo caso a
los títulos de crédito como cosas mercantiles y, como documentos constitutivos
y dispositivos, mismos que a continuación se revisarán atendiendo a la expresión
cambiaria que les distingue.
Los
títulos de crédito como cosas mercantiles.
El distinguir a los títulos de crédito
como cosas mercantiles, deviene indudablemente de reconocer su clasificación
como documentos que en un principio y desde sus orígenes eran únicamente
empleados por los banqueros y comerciantes. Tan fuerte fue y sigue siendo la
esencia mercantil de los títulos de crédito, que inclusive su utilización en
las actividades civiles no ha sido suficiente para privarles de su
mercantilidad, toda vez que un documento de esta naturaleza, surgido de una
relación puramente civil, si bien no modifica el carácter de ésta, conserva su
mercantilidad, ya que no opera una novación y por tanto el acreedor asume un
doble carácter, que le permite acudir a la vía judicial mercantil o a la vía
civil derivada de la relación causal, pero en ningún caso a ambas. Los títulos
de crédito como cosas mercantiles, han sido considerados de esa manera desde el
proyecto de Código de Comercio de 1929, atendiendo a que en su artículo 28 se
calificaba como cosas mercantiles a los valores literales y sus equiparados.
Posteriormente en 1960, una comisión legislativa sostuvo en un anteproyecto de
Código de Comercio, en el que se proclamaba, lisa y llanamente, que los títulos
de crédito son cosas mercantiles. Por último, en la misma forma se pronuncia el
contenido del artículo primero de la Ley General de Títulos y Operaciones de
Crédito (LGTOC). No es óbice lo anterior, para considerar que en lo dispuesto
por el Código Civil Federal, se regulan ciertos títulos a la orden o al
portador, según lo previsto en los artículos 1873 a 1881 que, aunque claramente
inspirados en los títulos de crédito, surgieron y se conservan como documentos
civiles, por lo que no participan de las características mercantiles aquí
señaladas, aunque si conllevan las características de la incorporación y la
autonomía.
Los
títulos de crédito como documentos constitutivos- dispositivos.
Resulta conveniente, resaltar que por
disposición legal, los títulos de crédito consignan uno o más derechos, pero
también incorporan tales derechos, lo cual constituye un fenómeno excepcional
en el mundo jurídico. Una consecuencia necesaria de lo anterior, es la de que
dichos derechos sólo pueden hacerse valer, incluso judicialmente, con la presentación
del título que los consigna. Por lo anterior, queda justificado el formalismo
propio de estos documentos, que ha generado incesantes discusiones doctrinales
y legales a lo largo de los dos últimos siglos; por lo tanto, es válido sostener
y afirmar que en el mundo cambiario se ha sacrificado la seguridad en aras de
la forma y de la agilidad y, de esa manera se ha establecido una clara
tendencia al consensualismo de las obligaciones mercantiles, claramente
señalado por el Código de Comercio en términos de que en las convenciones
mercantiles cada uno se obliga en la manera y los términos que aparezca que
quiso obligarse, sin que la validez del acto comercial dependa de la
observancia de formalidades o requisitos determinados (artículo 78). Sin
embargo, en lo previsto por el artículo 14 de la LGTOC, puede distinguirse una
franca contradicción con lo anterior, ya que establece que los documentos y los
actos a que este título se refiere, sólo producirán los efectos previstos por
el mismo cuando contengan las menciones y llenen los requisitos señalados por
la ley y que ésta no presuma expresamente. Así pues, toda esta construcción de
índole formalista también está respaldada en la definición de los títulos de
crédito al reclamar la necesidad de exhibir tales documentos para poder
ejercitar el derecho que en ellos se encuentra consignado. En este sentido cabe
señalar que la justificación del carácter constitutivo del documento es el
poder formativo atribuido al instrumento respecto del vínculo jurídico, hasta
el extremo de que, al desaparecer el documento, el derecho en él consignado,
resultaría inexigible. Por esto al decir que los títulos de crédito son
considerados como documentos constitutivos o dispositivos, se hace referencia a
que es necesario para el nacimiento y ejercicio del derecho, el título que lo
establece.
La
obligación patrimonial incorporada en los títulos de crédito.
De lo hasta aquí establecido, es factible
sostener válidamente, que todo título de crédito, trae incorporada o aparejada
una obligación de contenido patrimonial y, por ende, un derecho a favor de
quién legalmente posea el título. Así pues, tal patrimonialidad está
configurada, principal aunque no exclusivamente, por una o más cifras
dinerarias, pero también puede configurarse por bienes en especie, tal como es
el caso de las mercaderías que se encuentran amparadas por los certificados de depósito
en almacenes generales, no privando con ello a la obligación de su contenido
patrimonial, toda vez que en estos casos o supuestos, la expresión “patrimonio”
debe entenderse en sentido amplio. Sin embargo, también se da el caso de que
algunos títulos de crédito, sin necesidad de consignarlo de manera expresa,
atribuyen a su tenedor diversos derechos carentes de contenido patrimonial,
como es el caso de las obligaciones y algunos certificados de participación, a cuyos
titulares asiste la facultad de participar en asambleas, deliberar o emitir
votos. No obstante, es válido afirmar que dichos derechos de carácter
extrapatrimonial quedan relegados a un segundo término, toda vez que su
titular, habrá de tener en mayor estima los derechos patrimoniales que le
asisten, de donde resulta necesario destacar que estos documentos siguen siendo
títulos de crédito, pues incorporan un derecho patrimonial y solamente de
manera accesoria conceden otros derechos o medios, que permitirán o facilitarán
el ejercicio del primero. Ahora bien, suele considerarse a las acciones
emitidas por las sociedades anónimas como títulos de crédito, pero dicha
afirmación, debe ser tomada con gran reserva por diversas razones.
El
carácter formal de los títulos de crédito.
Es necesario establecer que ante los
títulos de crédito, se está en presencia de documentos, que no son otra cosa
sino pedazos de papel, que en algunos casos aparecen impresos previamente, pero
en otros se expiden y circulan mecanografiados o impresos mediante diversos sistemas,
tales como maquinas de escribir o computadoras, y en algunos otros inclusive de
manera manuscrita, es válido que se consignen, pues sobre todo ello, la Ley no
se pronuncia de manera rigurosa, con la excepción del empleo de medios
electrónicos, en que se requiere de ciertos requisitos específicos. No obstante
lo anterior, en el caso de la letra de cambio, una reiterada y vieja costumbre
ha determinado el empleo de machotes o formatos previamente impresos mediante
el uso de medios mecánicos, tales como las imprentas, de donde ha de concluirse
que sólo es válida una letra de cambio presentada en tal forma, por aplicación
de lo que dispone la ley, en cuanto a que señala la necesidad de regular los actos
y operaciones previstos en ella con arreglo a los usos bancarios y mercantiles.
A lo anterior podría reponerse que en este caso, la formalidad está y estará
dada por el propio texto y no por la presentación del documento, con
independencia de que en la misma ley no se exige, de manera expresa, la
formalidad impresa con anterioridad, sino sólo las menciones que debe contener
para su legal validez, de conformidad con lo establecido en el artículo 76.
Concepción
legal de los títulos de crédito.
Hasta 1932, los títulos de crédito se
regulaban por el Código de Comercio en sus Títulos octavo y noveno en artículos
actualmente derogados, pues en ese año se expidió, destinada a regular también las
operaciones de crédito, nuestra Ley, que en la materia cambiaria, está,
confesadamente, inspirada en la Convención de Ginebra de 1930, que fue el
resultado, a su vez, de diversos intentos previos de unificación en el ámbito
internacional, el régimen cambiario como medio para facilitar el empleo de los
títulos de crédito en las transacciones internacionales. En este sentido,
cuando el legislador expidió la presente Ley, acogió las principales corrientes
expuestas durante el siglo XIX, y la primera parte del XX, por tanto, no es un
desafuero reconocer que a más de setenta años ha mostrado sus bondades, y si
bien acusa ya algunas carencias, esto es propio de la reconocida dinámica del
comercio, más que de defectos en su origen. Cabe mencionar que los países
anglosajones se han negado a recoger el espíritu de Ginebra y han seguido una
forma diversa, no reconociendo el fenómeno de la incorporación, pero sí el
carácter circulatorio de los títulos de crédito. Ello sin embrago, no ha
significado un obstáculo a la documentación de las transacciones
internacionales por razón, como se sabe, para efectos de los pagos a las
transferencias bancarias mediante mecanismos como el fax y los electrónicos,
sin descontar otros más tradicionales como el telefónico, el telegráfico y el
télex. No es tampoco un desatino recordar, que dicha materia ocupa un lugar autónomo
dentro del Derecho Mercantil, por lo que no debe extrañar que algunas de las
disposiciones legales que se examinarán no se ajustan a las de los Códigos
Civiles ni a las de las leyes mercantiles generales y, en ocasiones son
inclusive contradictorias de las mismas.
Características
esenciales de los títulos de crédito.
Es necesario hacer mención de que el
primero de los títulos de crédito, desde un punto de vista histórico, la letra
de cambio surgió con el contrato de cambio trayecticio, en el curso de los años
simplificado al máximo, una vez que se le privó de las demás formas
contratuales. No tardaron en presentarse otros atributos que contribuyeron a
facilitar y difundir el empleo de tan singular forma de transferir dinero de
una plaza o lugar a otro, inclusive en monedas diferentes, toda vez que en el
transcurso de los años fue posible que se expidiera al portador, pero también
que se transmitiera mediante la firma del primer tomador y las de los
ulteriores adquirentes, todas ellas insertadas o insertas en el dorso del
documento, de donde derivo el término “endoso”, en la actualidad aplicado
inclusive a documentos ajenos a los cambiarios, tales como las facturas o
algunos otros. Así pues, se fueron estructurando con las prácticas cada vez más
generalizadas, los atributos que al transcurrir los siglos iban a individualizar
y caracterizar tales documentos, tal y como se señalará enseguida.
Incorporación.
No es sencillo distinguir cuál de estas
características se manifestó primero, ni siquiera si todas ellas se presentaron
de manera concomitante, pues quizá los doctrinarios fueron quienes las conformaron
en determinado orden o con arreglo a diversos criterios de importancia
decreciente. Sea de ello lo que fuere, todo parece indicar que la incorporación
es el atributo más característico e importante de los títulos de crédito, posiblemente
porque de él derivan los demás y también por cuanto que configura, una ficción
legal de imposible o muy difícil entendimiento lógico, toda vez que nadie
podría afirmar que un derecho, que es un bien del todo inmaterial o incorpóreo,
encontrará acomodo en un pedazo de papel. Y lo anterior es así toda vez que la
incorporación impone un inseparable maridaje entre dicho objeto material,
corpóreo y tangible que es el papel físicamente y el derecho incorpóreo, que
puede ser de crédito o de cualquier otra naturaleza diversa, que es un bien incorpóreo,
intangible y no apreciable por los sentidos. De esa manera, el ente incorpóreo
encuentra una expresión documental y, lo que es más delicado, interesante y
trascendente; sólo de esa manera tendrá existencia y reconocimiento, pues nace
y muere con el predicho documento, aparejado al mismo. Entre otras cosas la
incorporación da lugar a una existencia del derecho y la obligación consignados
en el documento, por una parte, y el derecho y la obligación resultantes del
negocio subyacente, por la otra, que también subsiste en todos sus términos. En
otras palabras, la documentación cambiaria de un negocio cualquiera no implica
novación del mismo, sino su bifurcación jurídica, lo que en los términos ya
expresados de ninguna manera conduce al surgimiento de dos créditos, sino
solamente abre dos posibilidades de hacerlo efectivo, pero en su momento una de
ellas excluirá a la otra. Resulta viable aclarar que nuestra Ley reconoce esta
importante característica en varios de sus preceptos.
Legitimación.
La circunstancia de que el formalismo de
los títulos de crédito derive de la facilidad que ofrecen para la circulación
del dinero o de bienes diversos del numerario, conduce a la necesidad de
reconocer al titular del mismo, documentalmente consignado, como el único
facultado para poder reclamar el derecho incorporado en el documento, sin que
haya necesidad de rastrear en los antecedentes de su adquisición ni en la autenticidad
de las firmas que aparezcan en el anverso o al dorso del documento. Además,
debe entenderse que esta legitimación se manifiesta desde ambos puntos de
vista, el activo y el pasivo. Así pues, la legitimación opera en dos formas, a
saber:
a) Nominativamente, en cuyo caso sólo
puede considerarse legitimado a quién aparezca como único y originario
derechohabiente, si el documento no ha circulado o, en caso contrario, a quién
figure como último tenedor.
b) Mediante la simple tenencia material
del documento, esto es, sin necesidad de que aparezca designación del personaje
con derecho a hacerlo efectivo, en cuyo caso se está en presencia de los cada vez
menos frecuentes títulos al portador. En el mismo supuesto, cualquier persona
podrá considerarse legitimada mediante la sola presentación del título,
debiendo observarse la necesidad de que tanto uno como otro legitimado debe
serlo en forma auténtica, es decir de buena fe. La legitimación en los
documentos a la orden, no reconocidos expresamente por la Ley y en los
nominativos, se presentan ciertas dificultades
cuando el último tenedor es un incapaz o una persona moral, siendo necesaria en
estos casos la actuación de un representante, quién deberá acreditar
documentalmente su personalidad.
Autonomía.
Aunque en la práctica suele confundirse este
atributo con la abstracción, es conveniente precisar que esta autonomía sólo
supone la inexistencia de vínculos entre los personajes que aparecen en el documento.
Se trata, en resumen, de que cada una de las personas que intervienen en un
título de crédito adquiere una obligación o derecho propio, exclusivamente en
relación con el texto literal del documento y de ninguna manera en relación con
el derecho o la obligación de los anteriores o ulteriores participantes. Así
pues, cada adquirente asume un ius proprium, no así un ius cessum, luego no
opera una subrogación, sino una adquisición ex novo, de ahí resulta la
inoponibilidad al tenedor, de excepciones que no sean las personales. Es decir,
un endosante no transmite su derecho, sino el derecho mencionado en el
documento. Puede percibirse fácilmente que éste principio de la autonomía se encuentra
íntimamente ligado al principio de literalidad, de manera que para repetirlo en
diferentes palabras, un endosatario del documento adquiere el derecho
consignado en el mismo, y no el derecho que haya tenido quién se lo transmitió,
que pudo estar viciado o menoscabado. Si bien es verdad que este atributo no se
incluye en la definición legal mexicana, pues no hace falta en ella, lo cierto
es que en cambio, resulta con toda claridad de lo proclamado en algunos
preceptos de nuestra Ley que, por ejemplo, no hacer mención entre las
excepciones o defensas oponible en contra de las acciones derivadas de un
título de crédito, las que resulten de fallas o deficiencias en el derecho de cualquiera
de los endosantes previos, pues sobre el particular solo pueden hacerse valer
las personales que tenga el demandado contra la actora, según nuestra Ley. Sin
embargo esta característica se reconoce más profundamente en lo referente a la
incapacidad de alguno de los signatarios de un título de crédito, o el hecho de
que en éste aparezcan firmas falsas, apócrifas o de personas inexistentes.
Criterios
de distinción de los títulos de crédito.
A reserva de que deba revisarse y
analizarse individualmente los diversos criterios para clasificar los títulos
de crédito, es ilustrativo mencionar en una primera intención, que también
existen puntos de vista para distinguir unos de otros. De esa manera y en el
sentido de la práctica en la forma de los usos bancarios y mercantiles, se
imponen criterios que, como fuente del derecho cambiario, pasan a ocupar un importante
espacio en el formalismo de los títulos de que se trata. La letra de cambio
desde hace muchos años documentada en modelos, formularios o machotes impresos,
sólo tiene calidad cambiaria si se expide mediante uso de los mismos. Es de
importancia recordar que el Código Civil prevé la existencia de documentos
civiles a la orden, que circulan mediante endoso o al portador, que se
transmiten por simple tradición y que presentan otras semejanzas con los
títulos de crédito que aquí se examinan, lo cual de alguna manera faculta para confundirlos.
Los
títulos de crédito en blanco.
Es necesario ante todo, hacer una crítica
a la indicación de que debe considerarse “en blanco” un título que carezca de
uno de los requisitos esenciales, pues con ello se pretende llevar, a extremos,
el formalismo cambiario. En efecto la Ley prevé la existencia de un título al
que faltan algunas de las menciones y requisitos necesarios para su eficacia,
pero no lo condena a la invalidez, sino que abre la posibilidad de que tales menciones
y requisitos sean satisfechos por quién en su oportunidad debió llenarlos,
hasta antes de la presentación del título para se aceptación o para su pago,
expresión que configura, incluso, la legal existencia del documento como título
de crédito a pesar de sus graves carencias, pues en efecto, pudo pasar por
varias personas que en su momento desempeñaron el papel de acreedores y
posteriormente el de obligados, sin objeción legal, misma que siempre conforme
al texto de la Ley, sólo podrá ser formulada por quién resulte obligado al
pago, frente al cual deberá presentarse el título previa la satisfacción de las
menciones y requisitos necesarios para su eficacia. Frente a todo ello, es
necesario reflexionar sobre la posibilidad de que el emisor del documento no
esté en aptitud de satisfacer tales menciones y requisitos, por incapacidad
superviniente, ausencia, fallecimiento u otras causas diversas.
Títulos
impropios.
La práctica del comercio ha venido
echando mano de documentos que, en mayor o menor grado, guardan semejanza con
los títulos de crédito, e inclusive ha adoptado algunas de las formas
consideradas hasta ahora como exclusivamente cambiarias. Tal es el caso del
endoso y del aval, empleados a menudo en documentos que nada tienen de cambiarios,
tales como las facturas y otros documentos semejantes. En efecto, otros
documentos se conocen en la vida del comercio que consignan derechos y tal vez
obligaciones, y que inclusive es posible que legitimen a su tenedor, pero que
carecen de las características cambiarias de los títulos de crédito, o sea, no
incorporan derecho alguno y, sobretodo, no están destinadas a circular, sin
contar con que estrictamente no son endosables, pese a que se utilice el
vocablo cambiario, pues la verdad es que están referidos a una mera cesión de derechos.
Tales son, entre otros muchos, los comprobantes de entrega de un vehículo a un
estacionamiento, los boletos para espectáculos públicos, los billetes de
lotería, las pólizas de seguro, entre otros; todos los cuales cumplen, en
verdad una simple función probatoria, pero no constitutiva del derecho. Al
respecto de todo lo anterior resulta clara la disposición legal referente al
distinguir: “Las disposiciones de éste capítulo no son aplicables a los
boletos, contraseñas, fichas u otros documentos que no estén destinados a
circular y sirvan exclusivamente para identificar a quién tiene derecho a
exigir la prestación que en ellos se consigna” (Artículo 60).
Utilidad
de la firma a ruego.
Nuestra legislación no ignora la
posibilidad de que una persona no sepa o no pueda escribir, y que, sin embargo,
se vea en la necesidad de girar una letra de cambio, en cuyo caso sanciona con plena
validez la firma que estampe un tercero a ruego de dicho girador o endosante, pero
en este caso, debe firmar también un corredor público, un notario o cualquier
otro fedatario público de conformidad con lo establecido en los artículos 29,
fracción II y 86. Tal disposición obliga a formular una interrogante y dos
afirmaciones:
a) Sí sólo el girador o al endosante les
está permitido rogar la firma de otra persona, o si el mecanismo es admisible
respecto de los participantes en la letra de cambio. Una interpretación
analógica de ambos preceptos conduce a la respuesta afirmativa, pues no hay razón
para negar a los demás obligados el derecho concedido al girador y al endosante
de hacerse representar en el documento.
b) En cambio, no hay duda acerca de que tal
posibilidad está al alcance del suscriptor de un pagaré, por remisión que al mencionado
precepto hace el artículo 174 de la Ley.
c) También es válida la firma a ruego
solicitada por el librador de un cheque, atenta la remisión hecha en este caso
por el artículo 196 de la misma cambiaria. Aquí, sin embargo, es necesario
hacer notar que con todo y la intervención de un fedatario público, seguramente
el banco librado negará el pago del cheque, con fundamento en que la firma del
tercero no obra en los registros de la propia institución de crédito.
Muy buena aportación, me sirve para mis clases. Exito
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